Suele sentarse en el muro que separa el parque de la zona para perros, mirando como juegan los demás críos en los columpios. Nito nunca se abriga lo suficiente, por más que su madre le pidiese lo contrario día tras día. A veces le cuelgan los mocos y otras le ves con las rodillas peladas y la ropa del día anterior, falto de un largo baño de los de domingo por la mañana y frotar tras las orejas.
Nito lleva siempre unas zapatillas que se atan con velcros porque quizás no ha aprendido aún el complicado arte de los cordones. Además, tiene una maraña de pelo revuelto de complicada solución si no es con tijera. Nito se abotona siempre mal la cazadora y a veces se le olvida subirse la cremallera cuando vuelve del baño. Mastica con esa grotesca boca, a la que le faltan tantos dientes, bien abierta; escupe y estornuda sin cubrirse jamás con la mano. Se ríe a carcajadas descomunales y maldice usando todas las palabras posibles cuando le enfadan. Nito no tiene amigos en el parque y observa a los demás niños desde lejos, dibujando en la tierra con ayuda de un palo o pintando con un trozo de ladrillo a modo de tiza en la pared.
Quizás por todos sus muchos defectos Nito resulta adorable. Cuando olvida en casa su bolsa de la merienda, en el bar de la plaza siempre tiene un bocadillo de fiambre para él, que lo pide muy avergonzado, atropellándose al asegurar que su madre se pasará mañana a pagarlo.
Nito nunca va al colegio a su hora ni usa paraguas cuando llueve. Huele a veces como a perro mojado, a una mezcla de humedad y tristeza que hace que siempre haya alguien dipuesto a quererle. Puede que no te gusten los niños, pero Nito te encantará; y si te gustan los críos, entonces de él te enamorarás.
Él no lo dice, porque en el fondo no es consciente del todo, pero sus padres murieron hace mucho y desde entonces vive solo. Nito tiene diez años, pero aparenta unas sesenta y tiene canas y barba de varios días o semanas sin afeitar. Nito está muchas veces triste, y sé que llama a su madre cuando tiene miedo en la oscuridad de su cama, pero se consuela con un viejo transistor hasta el amanecer.
Nito es un niño pequeño encerrado en un cuerpo de gigante, sucio y con olor a alcanfor en sus jerseys llenos de enganchones y agujeros. Se pasea por las calles, se sienta en un banco del parque desde el que alimenta a las palomas con pan duro, como si a él le sobrase, y hace el recorrido de vuelta a casa despacito y saludando a todo el mundo.
Nito estaba muy solo hasta hace poco, hasta que alguien le hizo el mejor regalo: Lucía. Un vecino con buena intención se la dio las Navidades pasadas, blanca y reluciente, pequeñita y hecha de algodón, prendida de un cordel anaranjado y con un collar alrededor del cuello. Probablemente la intención del que se la regaló fuese otra muy distinta y más suculenta, pero Nito ha adoptado a Lucía como su nueva compañera.
Ahora pasean los dos muy rumbosos, calle arriba, avenida abajo; se sientan en el parque para alimentar a las palomas, ambos bulliciosos, pero con el pelo (y la lana) bien peinado y limpio; niño y cordera, ambos unidos por un cordel, aunque no se sepa a ciencia cierta quién cuida de quién.